Cuarenta días después del Domingo de Pascua, la Iglesia celebra la solemnidad de la Ascensión: el regreso de Jesús a la gloria de su Padre celestial. Parece que esta solemnidad tiene menos importancia para nosotros. De alguna manera está a la sombra de los dos grandes misterios de nuestra fe: la resurrección de Cristo en Pascua y el descenso del Espíritu Santo en Pentecostés. Además, nos resulta difícil conectar nuestras vidas con este misterio. Al final, el ascenso de Jesús al cielo parece una buena noticia para Jesús, pero no para nosotros. Y sin embargo, sin ascensión no hay fe cristiana, no hay esperanza para nosotros. Sin la ascensión de Jesús, el cielo permanecería cerrado hasta hoy. El evangelio de Marcos termina con la declaración de que los discípulos salieron a predicar por todas partes, mientras el Señor trabajaba con ellos y confirmaba su predicación mediante señales que la acompañaban. (Mc 16:20) El evangelio menciona esos signos unos versículos antes, como expulsar demonios, hablar nuevos idiomas, curar a los enfermos, coger serpientes venenosas y permanecer ileso ante cualquier bebida mortal. Algunos de nosotros quizás nos preguntemos dónde podemos ver hoy estas señales. Cristo regresa al Padre para compartir su gloria y recibir la autoridad sobre toda la creación por toda la eternidad. Jesús sube a su trono celestial e inaugura su reino eterno. Pero ¿qué pasa con nosotros? Parece que nos quedamos solos en la tierra para hacer frente a nuestros problemas mientras Jesús reina sobre su reino celestial. Ese sería el caso si Jesús no regresara con su cuerpo humano, con nuestra naturaleza humana. El hecho de que Jesús ascienda al cielo en su cuerpo humano tiene para nosotros una importancia fundamental. Primero, nos muestra que el cielo es nuestro destino final, nuestro hogar definitivo, no la tierra. En segundo lugar, en su ascensión Jesús nos abre el cielo. Ya no hay separación ni división absoluta entre el cielo y la tierra. Ya en su vida podemos acceder y tener un anticipo de esta vida y gloria futuras. ¿Pero cómo? En la segunda lectura para la solemnidad de hoy, San Pablo en la carta a los efesios dice que el Padre ha puesto todo bajo los pies de su Hijo y lo entregó por cabeza a la iglesia que es el cuerpo de Jesús. Compartimos la gloria del cielo a través de la humanidad de Jesús, es decir, al recibir el Cuerpo y la Sangre de Jesús en la Eucaristía y al ser miembros de su Cuerpo, la Iglesia, a través del sacramento del bautismo. De esta manera, Jesús comparte su gloria sin esperar a que nos unamos a él en su reino celestial. Mencionamos que esta gloria se hace visible a través de las señales que la acompañan en la vida de aquellos que creen. Los signos mencionados por Marcos tienen una cosa en común: la muerte y el sufrimiento han sido superados. A través de los sacramentos y de la Iglesia, Jesús comparte con nosotros el poder de su reino que es capaz de curar, cambiar y transformar los corazones humanos. Y esto es lo que predica la Iglesia hasta que él regrese.